Pero hay otra forma de vivir la experiencia del bien. Sigrid Undset, en su novela Cristina, hija de Lavrans, la descubre con una fuerza dramática que sólo consigue quien, además de poseer un inmenso genio artístico, ha penetrado en los más profundos rincones del corazón humano. Ambientada en la Noruega del siglo XIV, la novela, llevada al cine en 1985 bajo la dirección de Liv Ullmann (la imagen del post es de la película), narra la vida de Cristina Lvrandatter desde la primera infacia, hasta su muerte. La protagonista es una mujer con una robusta personalidad, que, siendo muy joven, queda embarazada de Erlend y se hace cómplice de la muerte de la amante de éste. Se lo oculta a su familia, y, aunque en algunos momentos se siente avergonzada de sus actos, nunca aparece en ella un auténtico dolor por el mal cometido. Hemos de situarnos en el contexto para comprender el relieve de los hechos. La autora, hija de un reconocido arqueólogo, y muy familiarizada con la historia medieval, lo hace con singular maestría, sin los anacronismos tan habituales en otras novelas históricas. Tras el nacimiento del hijo, Cristina viaja en peregrinación para recibir la absolución de manos del Arzobispo. Y al entrar en la Catedral tiene una experiencia que sacude los cimientos de su persona.
El espíritu de Dios había descendido sobre san Oeistein y, después de él, sobre el alma de los hombres que habían construido aquella morada. "Que tu Reino venga a nosostros, que tu voluntad se haga en la tierra como en el Cielo..." Ahora comprendía aquellas palabras. Un destello del esplendor de Dios atestiguaba en piedra que su voluntad se manifestaba en todo lo bello. Cristina temblaba. Sí, Dios debía apartar su rostro, indignadao, de toda fealdad, del pecado, de la vergüenza y de la impureza.
En las galerías del palacio celeste había santos y santas, tan hermosos que no se atrevía a mirarlos, Las simbólicas vidas de eterna juventud se elevaban tranquilas y graciosas hacia las alturas; se lanzaban sobre las torres y las flechas; florecían en los viriles de piedra. Sobre el pórtico central se alzaba el Cristo en la cruz, con María y Juan evangelista a su lado; eran blancos, como amasados en nieve, y el oro brillaba sobre el blanco.
Dios tres vueltas a la iglesia, rezando. Las moles poderosas de los muros, las inmensas riquezas de los pilares, de los arcos, de las vidrieras, brillaban bajo la gran pendiente de los techos, las torres, el oro de la flecha que señalaba los espacios celestes; frente a todo esto Cristina se sentía aplastada bajo el peso de sus pecados (Cristina, hija de Lavrans, Madrid, 1997, p. 102).
El párrafo describe a la perfección cómo la verdadera conciencia del mal nace como fruto del encuentro con algo que, en su majestuosidad, pone al descubierto la culpa sin necesidad de un dedo acusador. La belleza que irradia del bien consiguió lo que ningún discurso moralista había logrado: que la protagonista se enfrentara a su propia historia con realismo, sin recurrir a mecanismos defensivos. Cristina no se siente en ese momento amenazada por nadie, pero la contemplación de lo sublime pasa a ser para ella como un espejo en el ve reflejada su pobreza. Sólo a partir de ese momento puede tomar las riendas de su vida orientándola hacia aquello a lo aspira, no, como hasta ahora, hullendo de los obstáculos. Nada más lejos del estrecho moralismo que constriñe a la voluntad con imposiciones a las que no se les ve el sentido.
Creo que la vida ética (sean cuales sean los valores que se defiendan) es mucho más verdadera, arraiga con más fuerza en la persona, cuando sigue este dinamismo. Es decir, cuando nace de la fascinación por el bien, más que de la amenza o del castigo. Y, dicho sea de paso, también a los educadores nos convendría pensar si no es mas eficaz mostrar la belleza de lo que poseemos que censurar aquello que no deseamos.