viernes, 20 de agosto de 2010

La comprensión estética de la vida. Oscar Wilde en la cárcel (II).



La belleza es la epifanía de la vida. Por eso, la creación poética es una mezcla de necesidad y azar, de fatalidad y libertad. No en vano,  Nietzsche representaba al artista como un ser danza encadenado; es decir, como alguien que, dentro de las limitaciones que imponen las circunstancias, orienta su existencia a partir de la experiencia creadora. Oscar  Wilde lo entendió así desde el prinicipio, pero en la cárcel se le hizo evidente:

Ser enteramente libre, y, el mismo tiempo, sometida a la ley, es la paradoja eterna de la vida humana, que a cada momento hacemos realidad; y a menudo pienso que esa es la única explicación posible de tu naturaleza, si es que los profundos y terribles misterios de un alma humana pueden tener explicación, salvo la que hace que el misterio sea todavía más prodigioso. (De profundis, Madrid, 2008, p. 35).

Una primera lectura del texto podría sugerir que tesis de Oscar Wilde es que, en algunos aspectos, nuestra vida depende de factores externos, pero en otros es enteramente libre. Y no es que no sea así, pero creemos que, si se analiza el texto más profundamente, pueden salir a la luz nuevas ideas. El punto de partida es, efectivamente, la evidencia de que la vida se desrrolla en el marco de situaciones no elegidas, que abarcan desde el escenario en el que uno nace, hasta el temperamento, la sensibilidad, o la inteligencia. Todo ello hace que, de algún modo, el ser humano sea exclavo de sus circunstancias. Oscar Wilde comprendió hasta el fondo esta verdad tan elemental cuando se encontró súbitamente en una situación que jamás pudo imaginar.

Pero, si leemos el texto más detenidamente, veremos que Wilde no afirma que en la vida existan segmentos de libertad junto a otros de necesidad, sino que el hombre es enteramente libre y enteramente sometido a la ley. Para evaluar adecuadamente esta afirmación es necesario recordar algunas ideas que marcaron el tono del pensamiento moderno. Kant había distinguido el mundo de lo fenoménico (en el que reina la necesidad de las leyes físicas), del ámbito de lo moral (en el reina la libertad). A partir de entonces, el ser humano fue analizado por el pensamiento como un híbrido entre ambos, y el problema, entonces, era cómo conciliar lo físico y lo moral en un solo ser.  Lo que sostiene Oscar Wilde es que ambos espacios constituyen una unidad. Afirma que fracturar la vida en regiones inconexas es un error, pues en el hombre no se diferencia el interior (el alma, la voluntad, la sensibilidad, etc.), de lo exterior (la materia, el cuerpo, la ley física). El hombre es cuerpo animado o alma encarnada, pero en cualquier caso unidad por encima de las diferencias. Por ello, no es extraño que, en un momento de la obra que tenemos frente a nosotros, declare:

Olvidé que cada pequeña acción de cada día hace o deshace el carácter, y que por lo tanto lo que uno ha hecho en la cámara secreta lo tiene que vocear un día desde los tejados. (Ibíd., p. 66).

Esto es tanto como sostener que las fronteras entre la interioridad y su expresión no son tan nítidas como la modernidad había descrito. El ser humano es su expresión, porque todo en él está llamado a adquirir un rostro, a vocearse desde los tejados. Y, por idéntica razón, nada de lo que se halla en la figura, en la forma, se agota en ella; todo lo externo es eco de la vida interior. A partir de esta esta nueva concepción se entiende mejor la idea de que el ser humano sea enteramente libre, pues, incluso los contextos que parecen fruto de la fatalidad, forman parte de la unidad de la persona, y, por lo tanto, su libertad está tejido de ellos. Y también se puede comprender que se halle totalmente sometida a la ley, ya que la libertad de que nace cada decisión se desarrolla entre factores impuestos por algo exterior al sujeto.

Una consecuencia importante de esta concepción antropológica es que se relativiza la tesis moderna según la cual facultad tiene su objeto propio, sin relación alguna con la demás. Así, la verdad sería objeto de la razón; la bondad, de la voluntad, y la belleza, de la sensibilidad. Si, por el contrario, se parte de la unidad de la persona, hay que admitir que todas las facultades tienen como objeto último la formacción del individuo, de su carácter, y, por ello, lo que en cada dimensión acontece deja una huella en las demás. De ahí que, y esto es el más importante, todo en el devenir de la vida tenga un sentido, pues cada hecho, por absurdo que parezca, ha cumplido su función en la construcción del sujeto. Frente a esta comprensión de los hechos, la gran tentación, según Oscar Wilde, es la superfialidad, que él identifica con el esfuerzo por censurar en la propia vida determinadas faceta, por considerar que no aportan nada al yo ideal que se desea construir. Por eso, cuando algunos querían ofrecerle un consuelo diciéndole que pronto olvidaría todo aquello, el se rebelaba desde la seguridad de que cada acontecimiento es un ladrillo indispesable en la construcción de sí mismo.

Lo importante, lo que tengo ante mí, lo que tengo que hacer ahora si no quiero estar durante el resto de mis días lisiado, desfigurado e incompleto, es aborber en mi naturaleza todo lo que se me ha hecho, hacerlo parte de mí, aceptarlo sin queja, sin miedo, ni renuencia. El vicio estremo es la superficialidad. Todo lo que se comprende está bien. (Ibíd., p. 70).

Desde esta perspectiva, la persona es contemplada como una creación en la que cada detalle revela la presencia del espíritu que irradia a través de ella. Por eso, se puede afirmar, sin miedo a resultar extravante, que la vida es un desafío estético. En efecto, ¿qué es el arte sino la creación de una forma que, por su belleza, anuncia una profundidad, un lumen, que la trasciende? La tradición filosófica así lo ha interpretado, y así lo entendió también Oscar Wilde. Estas son sus palabras:


Lo que el artista va siempre buscando es ese modo de existencia en el que el alma y el cuerpo son una unidad indivisible; en el que el exterior es expresivo de lo interior; en el que la Forma revela. (Ibíd., p. 75).

2 comentarios:

  1. Javier:
    Aunque estoy de acuerdo con tu interpretación de la obra de Oscar Wilde, no puedo estarlo, ya lo sabes, en tu valoración de la filosofía moderna. Creo que es una visión sesgada, que olvida que la modernidad no es sólo empirismo y racionalismo. Sobre esto ya hemos discutido, pero sólo quiero recordarte que el propio Kant, al que citas, busca resolver la escisión entre razón pura teórica y razón práctica precisamente a través del juicio estético. Pero ya antes Schaftesbury y todo el platonismo ingles iban esa línea. Esta es "otra modernidad" que no se puede olvidar, y que, a mi juicio, culmina en el idealismo alemán con sus grandes intentos de síntesis. Modernidad no es desintegración. Pero, en fin, sigamos con el De profundis.

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  2. No "mi" valoración de la filosofía moderna, sino la valoración que, de hecho, se ha impuesto entre los historiadores. Es verdad que esa otra modernidad existe, pero no ha pasado de ser un pensamiento, de algún modo, marginal. Fíjate en el currículum de Historia de la Filosofía de segundo de Bachillerato, y verás que es así. Todo se reduce a teoría del conocimiento, ética y política. En cuanto a Kant, los campos semánticos elaborados por la Comisión de filosofía la Pau en Extremadura, son los siguientes: razón, entendimiento, Ilustración, minoría de edad, libertad, tutores,ciudadanos, hombre, deber, voluntad del pueblo, dignidad, y concicencia moral. ¿Hay alguna referencia al juicio estético? Yo no la veo. Y precisamente en la enseñanza secundaria es donde se forja la imagen de ma modernidad que, salvo en el caso de especialistas, se tiene para el resto de la vida.

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